Iaioflautas y La PAH contra LaInjusticiaDeLaJusticia

Acción de los iaioflautas de Barcelona del lunes, 22 de abril, ante la  Decana de la Ciudad de la Justicia que recibió el siguiente Manifiesto colectivo:

LA LUCHA POR LA LIBERTAD Y CONTRA LA CRIMINALIZACIÓN DE LA PROTESTA

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Hoy, lunes 22 de abril de 2013, Asamblea de Trabajadores y Trabajadoras de Ciudad de la Justicia; Comisión de Defensa de los Derechos de la Persona y del Libre Ejercicio de la Abogacía del Colegio de Abogados de Barcelona; La PAH; retaguardia en movimiento y Iaioflautas; ocupamos la Ciudad de la Justicia de Barcelona y el Hospilatet de Llobregat, en defensa de la lucha por la libertad y por denunciar # LaInjusticiaDeLaJusticia mediante la criminalización de la protesta ciudadana por los derechos civiles, sociales, económicos y políticos . A la vez que especuladores, políticos corruptos y todos los responsables políticos y económicos de la situación extrema que vivimos la ciudadanía quedan alegremente impunes.

 

Llevamos casi cinco años conviviendo con un capitalismo desenfrenado que no acepta límites. Que avanza sin pudor y que aspira a mercantilizar todo. La vivienda, la sanidad, la educación, el espacio público, las relaciones afectivas. Que para avanzar, necesita reventar la autonomía individual y colectiva. Aislar a las personas y reducirlas a la servidumbre, a la impotencia. El consumismo dirigido, la alienación programada, son eso: figuras de la impotencia. La otra es el miedo. A ser desahuciado, a perder un trabajo, a no poder pagar las deudas, a ser multado en el metro, a ser expulsado por no tener papeles, a ser detenido en una manifestación o en una okupación. El individualismo, el miedo, la servidumbre voluntaria e involuntaria, son formas de impotencia que se dan la mano. Todas están en la base de la Deudocracia.

 

 

 

Esta historia, por supuesto, no es nueva. La Deudocracia es hija del neoliberalismo. Y este del afán capitalista de soltar amarras. De librarse de las ataduras que le impusieron las luchas y resistencias populares. Tras el hundimiento del socialismo irreal, la bestia no quiere bozal. No tolera los límites jurídicos, no tolera los derechos, no tolera las leyes. A menos, claro, que sean sus propias leyes. Las que benefician a los bancos, a los grandes evasores fiscales, a la oscura trama de la cleptocracia. Estas leyes, sí. Las que cargan contra los débiles, y callan ante los fuertes, las que aseguran la «culpabilidad de las sardinas» y la «impunidad de los tiburones», como decía la gran Rosa Luxemburgo. Lo otro, los derechos humanos, es un incordio. Un vínculo inaceptable. Es igual que se trate de los derechos sociales y ambientales que los derechos civiles y políticos. La bestia no quiere bozal, ni críticas, ni protestas que se le vayan de las manos. Solo consumidores dóciles y atemorizados. Por ello, borda indignada contra un piquete sindical o contra un escrache mientras asegura privilegios a los bancos, mientras aprueba normas indecentes que dejan a miles de personas sin trabajo, sin casa y sin futuro. Por ello, ahoga el Estado social, mientras liquida los bienes comunes, monta el Estado penal, la excepcionalidad punitiva, la vigilancia continua.

 

La ciudad vigilada, la ciudad del miedo, que está en el núcleo de la barbarie neoliberal. Prácticas de disciplina que traspasan los muros de la prisión y se extienden en la metrópolis punitiva. Escáneres en los aeropuertos, huellas digitales, registro de datos en la red, cámaras de vigilancia, seguridad privada y policía en todos los lugares. «La policía en todas partes, la justicia en ninguna parte» como decía Victor Hugo hace un siglo. Una especie de guerra de baja intensidad que no se entrega en las trincheras sino en los supermercados, en los parques, en el metro, en el sofá de nuestras casas. Una guerra que levanta muros, fronteras y que convierte la ciudad en un gran panóptico en el que todos somos reclusos y guardias. Atentos vigilantes del vecino, convertido en una amenaza. Y junto a esta represión velada, aceptada de manera casi voluntaria, la otra. La represión pura y dura contra los excluidos y contra los disidentes. Trabajadoras sexuales, graffiteros, mendigos, emigrantes sin papeles, jóvenes sin futuro, huelguistas, activistas sociales. Todos en el punto de mira de las ordenanzas del civismo, convertida en una auténtica Patriot Act urbana, en la nueva constitución de la ciudad. Todos en el punto de mira de unos códigos penales que endurecen a medida que aumentan la desigualdad y la resistencia.

 

La criminalización de la protesta, de la disidencia, tampoco es nueva. Pero se acelera cuando crece la resistencia. Se vio con la irrupción del 15-M, con las huelgas generales, con el cerco simbólico al Parlamento, con el 25-S. Primero, el paternalismo condescendiente, la zanahoria. Después, el palo, el rostro salvaje del poder. A medida que las políticas de austeridad han ido intensificando, el PP y CiU han rivalizado en iniciativas represivas. Hoy, mayor contundencia policial y judicial. Mañana, restricciones al derecho de reunión, prohibición de ocultar el rostro en las manifestaciones y designación de fiscales especializados en «guerrilla urbana». Más tarde, apertura de webs para que los «ciudadanos» puedan delatar a los «antisistema», ampliación de conductas constitutivas de atentado contra la autoridad, asimilación de las protestas a conductas terroristas o prototerroristas, la monitorización policial de las redes sociales.

 

Es el derecho penal del enemigo. Lo que no tiene empacho en ir «más allá de la ley», como decía el ex-consejero Puig. O a recurrir a la «ingeniería jurídica» si hay que sacarse de encima alguna garantía incómoda, como dice el ministro Fernández Díaz. Es el derecho penal del enemigo, que criminaliza a cualquiera que ose levantar la voz. Que expulsa de las plazas a los indignados, que trata como «ratas» a los huelguistas, como «nazis» a los deshauciats. Y que no se concibe sin el derecho penal de los amigos. Este que se pone al servicio del poder y que mira hacia otro lado cuando hay fraude fiscal, que indulta a los grandes banqueros y que promueve o absuelve la violencia policial. En realidad, la violencia punitiva del Estado siempre ha encontrado sus enemigos. Y cuando no, los ha inventado. La inquisición persiguió a las campesinas despojadas de sus tierras acusándolas de brujas. Las clases propietarias persiguieron a los obreros acusándolos de degenerados, de hienas, de chusma, de vagos. Vistos con dimensión histórica, calificativos como «perro-flautas» o terroristas son variantes, a menudo, de un odio lejano. Lo que lleva implícita la demofobia, el odio clasista (e incluso racista) de los poderosos a los que pueden poner en peligro sus privilegios.

 

Llevamos años, décadas, conviviendo con un capitalismo sin complejos que pretende reducir todo a simple mercancía, a beneficio inmediato. Su avance ha dado lugar a múltiples formas de barbarie. Aumento de la pobreza, depresiones, suicidios, centros de internamiento, brotes de extrema derecha. Pero también está generando, en su afán totalizador, inéditos espacios de solidaridad, de resistencia. Un día es la PAH y aquellos que ponen el cuerpo para parar desalojos, otro las movilizaciones contra la privatización del agua, otro las huelgas generales, otro la huelga de los trabajadores de Telefónica, otro las decenas de iniciativas cooperativas , anticapitalistas, que surgen aquí y allá. Después del diluvio neoliberal, estas iniciativas pueden parecer modestas. Pero están consiguiendo lo que parecía imposible. Que la violencia ejercida contra miles de familias sea una impugnación eficaz, socialmente compartida, de la criminal alianza entre política y dinero que la hecho posible. Que la clase política que ha gestionado la Deudocracia, la cleptocracia, esté más deslegitimada que nunca. Que el régimen bipartidista y monárquico heredado del franquismo y hoy rendido a la troika comience a aparecer como un lastre insoportable.

 

Esta deslegitimación, ciertamente, puede traducirse en resignación, en abandono. Pero puede alimentar, ya lo está haciendo, reacciones de indignación que muten en luchas por la dignidad, por la constitución de algo nuevo. Que esto ocurra no depende de ninguna ley divina. Depende de nosotros. Porque como decía Schiller «lo que no ha sucedido nunca, no ha envejecido nunca». Sigue allí por quien tenga la pasión, la capacidad para rescatar del olvido las luchas y los sueños de quienes nos precedieron. Y para alimentar, con esta memoria, nuestras propias razones para estar y golpear juntas. Contra el miedo, y por la libertad.

 

Hospitalet, lunes 22 de abril de 2013

 

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