En la orilla es un testamento, cuenta el fin de una época
“En la orilla es un testamento, cuenta el fin de una época”. Entrevista www.sinpermiso.info
Àngel Ferrero, miembro del comité de redacción de Sin Permiso, entrevista a nuestro amigo Rafael Chirbes sobre su última gran novela, En la orilla.
En la última entrevista que tuvimos recuerdo que dijiste que después de Crematorio veías muy complicado volver a escribir. ¿Qué te impulsó a hacerlo con En la orilla?
Lo mismo pensé cuando terminé de escribir Los viejos amigos: que era un libro testamentario. Ya no creo que pueda escribir más, me decía, y luego salió Crematorio, que aún me parecía más testamento que la anterior novela, con sus digresiones, su paseo por el arte… parecía que había cerrado el ciclo, de qué voy a escribir, no tengo nada que contar, pero luego cambió el paisaje físico (se detuvo lo que estaba a medio acabar, se quedó ahí, degradándose) y, sobre todo, cambió el paisaje humano (agotada la euforia y el deseo infinito de lo superfluo, regreso a la necesidad, el miedo al futuro en la cara), cambió mi propia mirada en una nueva vuelta de tuerca hacia el desánimo, y de eso ha nacido En la orilla. Tercer testamento. Y vuelvo a preguntarme qué voy a poder escribir a continuación. Es cierto que cada día me queda menos fuelle, me excita menos escribir, pero también es verdad es que estos días sin escritura se me hacen insoportables, así que no sé qué pasará. Ya cuando salió La larga marcha, hace casi veinte años, recuerdo que titulé el texto de presentación La última novela. Siempre me ha parecido la escritura un don gratuito –algo así como la gracia que derrama el Espíritu Santo- que puede desaparecer en cualquier momento (ya sé que hablar así parece poco materialista, yo mismo he dicho que la escritura es trabajo, ya, pero…).
Con Crematorio, Levante era el “sueño de un drogadicto”. Con En la orilla, desde “que se inició la crisis, ha parado el frenesí de grúas, hormigoneras y plumas”. ¿Cómo ves el país?“En la orilla es un testamento, cuenta el fin de una época”. Entrevista www.sinpermiso.info
Bajo el aparente caos, avanza con paso firme hacia la oscuridad: de momento hemos llegado a un mundo bastante siniestro, en el que la gente juzga en televisión a los supuestos culpables de un crimen tomando como pruebas de su culpabilidad que tienen una mirada huidiza, o que son ariscos con la prensa; salgan a la hora que salgan de los juzgados los criminales, siempre hay gente a la puerta que los abuchea y les grita y les llama asesinos, gente que no son familia de la víctima ni la conocen de nada, pero que arden en deseos de justicia y a la que la derecha escucha con cariño porque le sirven en bandeja la querida cadena perpetua y, si te descuidas, la pena de muerte. Veo que hemos llegado a un mundo en el que puedes contemplar en la prensa un video en el que media docena de mossos se agachan en torno a alguien tendido en el suelo y lo encubren, como si lo estuvieran reanimando, o sometiendo a una operación, y de entre la masa que forman los cuerpos de los mossos salen unos alaridos atroces (¿qué le estarán haciendo?, ¿qué forma de atender al paciente es esa?), y resulta que estos osos uniformados o gorilas salvajes lo que están es apaleando y pataleando a un hombre que aúlla de dolor, y ves en el vídeo cómo agitan los brazos y cómo sueltan las patadas, y ves que hay gente cerca que mira, y eso ocurre en el centro de Barcelona, en el corazón de Cataluña, gente que se está quieta viendo cómo los mossos se cargan a un tío –se lo cargaron- y hay un espectador que ejerce su derecho a decidir y se mueve o dice algo, pero surge un gorila que se abalanza sobre él y lo secuestra con todos sus derechos (salut, companys, ja tenim la nostra policía); en fin, veo así el país, en un mundo en el que en sólo un mes los servicios secretos yankis han espiado setenta millones de conversaciones muchas de ellas de tipos que están convencidos de que el capitalismo es un sistema de explotación escandaloso, pero que, al fin y al cabo, es un sistema que deja en paz tu vida privada: y no quieren darse cuenta de que ni siquiera eso es verdad (están asustados con su casa, con su trabajo, con su salud), no quieren darse cuenta de que no hay ni trabajo digno, ni sueldo decente, ni vida privada; que lo que uno dice o hace en el comedor de casa o en la cama se pasea por los ficheros de unos y otros, por los juzgados, por las comisarías, por las oficinas de empleo o por las sedes de las empresas y de los partidos políticos que saben quién es el que es ovejuno en el trabajo y quién de rabo torcido, o quién les vota y quién no, y obran en consecuencia. Entonces, ¿qué queda del sagrado individuo que el capitalismo dice defender? Aquí, por poner un ejemplo de despropósito, puede haber un héroe popular de izquierdas que espía las conversaciones entre un acusado y su abogado (¡coño, es que hasta con Franco hacían como que respetaban ese derecho!) con la excusa de que hay que desenmascarar a la derecha corrupta. Con esa filosofía, que no es filosofía, sino basura a la medida de sus conveniencias, llevan unos y otros cargándose las libertades y acostumbrándonos a las mayores ignominias desde el año 80 hasta hoy. Para atrás como los cangrejos, así vamos. Sólo son algunos ejemplos de cómo veo el país y de por qué me da miedo salir de la tripita del buey o de que se acuerden de mí.
El marjal de En la orilla es el escenario principal de la novela, metáfora de la historia del territorio que todo lo absorbe hasta que no da más de sí y el agua se estanca. ¿Qué viene después de este estancamiento?
El marjal es lo que, durante estos años pasados, parecía que estaba al margen de la agitación de la primera línea de playa y la fiebre constructiva, pero resulta que también presenta los diversos estratos de la historia, desde la basura milenaria a los cadáveres de la guerra y la inmediata postguerra, las telas asfálticas del desarrollismo, los escombros del boom de la construcción, las armas de las mafias de la última hornada… donde mires está escrita la historia, nada queda al margen, ni, por supuesto, nosotros mismos: somos más fruto de nuestro tiempo de lo que pensamos. Después seguirán viniendo otros frutos de la historia, si los parados son hijos del boom y la desmemoria de la transición (había que olvidar que éramos y seguíamos siendo un país de pobres: hemos vuelto a lo que nunca dejamos de ser pese a los embelecos de los ideólogos), los que vengan después serán hijos de esos parados que no sé si quieren recuperar la memoria o sólo ganar lo suficiente para permitirse volver a olvidar cuanto antes.
¿Por qué has preferido centrarte esta ocasión en la historia de un carpintero y no en la de un constructor, aquí relegado hasta el epílogo a un segundo plano (aunque sin dejar de ejercer su influencia)?
Quería hablar del fin de una época, que incluye el fin de las viejas profesiones, hablar de quienes se contaminaron y no del agente contaminante, que -como dices- aparece sólo al final con su voz. También quería hablar sobre un héroe de nuestro tiempo, despojado ya del gusto por el trabajo bien hecho -y la dignidad- que tuvieron sus predecesores. Y, en cierto modo, poner la novela en una carpintería modesta era una forma de poner la crisis urbi et orbe y a ras de suelo.
La guerra civil vuelve a asomarse a las páginas de tu libro. ¿Qué opinas de la ficción que ha aparecido estos últimos años sobre este capítulo de nuestra historia?
Creo que hay que distinguir entre quienes han buscado ahí los hilos para entender el presente sometiéndose ellos mismos a ese difícil ejercicio de desgarro que supone el conocimiento (desde el viejo Zúñiga hasta, por poner un ejemplo, Alberto Méndez con Los girasoles ciegos) y quienes se limitaron a fabricarle ideología a esa variante tan cursi como dañina de la socialdemocracia que conocemos como zapaterismo.
Creo que te hice la pregunta entonces y vuelvo a hacértela ahora. ¿Por qué ha habido tan pocos retratos desde la cultura –no sólo desde la literatura– de la burbuja inmobiliaria, de lo que ha supuesto para la población?
No lo sé. Me parece muy atrevido ponerme en las razones de otros y cada vez soy más prudente, pero quizá algo tiene que ver esa cursilería de la que acabamos de hablar, o, en otros escritores, quizá una idea de la literatura para la que ese tema resultaba poco elevado, o lejano de sus preocupaciones psicológicas, tampoco hay que descartar la existencia de muchos puestos de trabajo de novelistas ligados a los ayuntamientos y a los políticos en general, fundaciones, casas de la cultura, escrituródromos de financiación más o menos pública… Ya te digo que no sé, pero supongo que debe haber un conglomerado de razones, no una sola; sí que me resulta curioso que en Extremadura, en Cataluña, en Galicia o en Andalucía (por citar sitios en los que me ocurrió lo que voy a contarte) los intelectuales con los que me encontraba y la gente culta que asistía a las charlas, me preguntaran con extrañeza e incluso con una sonrisa entre sarcástica y conmiserativa, por la descabellada y terrible corrupción de la Comunidad Valenciana y se interesaran mucho por ella, cuando parecían no darse cuenta ni sentir ningún interés por la que se estaba produciendo a la puerta de sus casas que, por otra parte, empalidecía lo narrado en Crematorio. No estaría de más averiguar a qué se debía esa actitud.
Hace poco escribiste en El País un artículo en memoria de Carlos Blanco Aguinaga. ¿Crees que la crisis reavivará el interés por este tipo de crítica literaria?
Ojalá fuera a ser así. Pero para que salga barro hace falta que haya polvo y luego, además, llueva. Sí que tengo la impresión de que ha crecido el número de lectores que piden que la literatura tenga conciencia de que es signo de su tiempo. Blanco es extraordinario por su rigor tanto como por su fuste ideológico. Sea bienvenida una crítica materialista, razonable y razonada que arrincone ese concepto de que el gusto literario es algo así como que a mí me gustan las peras y a ti las naranjas. Saber leer es saber qué defiendes cuando dices de algo que te gusta.
El año pasado se celebró el trigésimo aniversario de la muerte de Josep Renau en Berlín oriental, cuando comenzaba a llegarle un reconocimiento tardío. Como valenciano, ¿por qué crees que este país trata tan mal a sus mejores artistas y escritores (entre los que te incluyo)?
Si al decir país te refieres a Valencia, te diré que yo me siento tratado de la mejor manera posible: no se acuerdan de mí ni para bien ni para mal. Me parecería terrible que decidieran que soy un querido hijo al que hay que darle de mamar y, si te descuidas, hasta metérselo en la cama. Aquí, en Valencia, como en cualquiera de los otros sitios en que he vivido, sólo pido que me dejen en paz, y que Dios me dé salud y los hombres no me quiten la seguridad social. En cualquier caso, es cierto que la valenciana es una comunidad muy rara, además de cainita (que eso lo son todas) está –y ésa es su especificidad- llena de un furioso auto-odio. Aquí, la derecha berrea porque alguien le quiere poner una calle a un sabio tan razonable como –por ejemplo- Enric Valor, o nombrarlo hijo predilecto, mientras la sedicente izquierda se tira de los pelos porque Zubin Mehta ha hecho la mejor orquesta de España en el Palau y no saben cómo cargársela (ahora se encuentran felices porque se la están cargando los recortes). Eso sí, presumen de que han oído a Mozart en Salzburgo, a Wagner en Bayreuth y a Woody Allen en Nueva York. Si quieres te lo digo; un país de pena por no decir algo peor. Yo egoístamente procuro mantenerme en la estratosfera de este país, o, como te decía, en la tripita del buey, que es mi casa, pero a veces me irrito mucho. No lo puedo remediar. Sobre todo cuando está en juego lo que se llama el patrimonio artístico. Por ejemplo, el otro día me alegré porque leí que, por fin, van a restaurar la iglesia de San Nicolás de Valencia, que es una maravilla, y cuyas pinturas están deshaciéndose, pues si lo digo -que ya lo he dicho-, verás cómo sale algún camarada riñéndome porque eso es patrimonio eclesiástico y la pasta la pone la mujer de Juan Roig, y hay gente que pasa hambre, cómo explicarle al camarada lo bueno que es para un territorio, para una ciudad -mientras nos llegan la utopía del comunismo universal y las dulces bellotas para todo el mundo- que haya empresarios que restauren frescos y hagan donaciones a museos (que regalen cuatro Goyas, tres Tizianos y dos Velázquez; aquí, en Valencia, además, que regalen ocho Sorollas) y monten escuelas de idiomas y de violín en vez de gastarse la pasta en cochazos de lujo, coca, bolas chinas y brillantes gordos para sus queridas.
Mientras hablo contigo, me entero de que la pandilla de indeseables que gobierna la Comunidad Valenciana acaba de dar un paso decisivo en su experiencia de ingeniería social, privándonos de las únicas emisoras de radio y televisión que hablan la lengua propia de este pueblo y que recogen todo el complejo entramado cultural de esta tierra y lo hacen visible y audible. Se trata de un acto que podríamos calificar de genocidio cultural, para el que no les importa dinamitar su propio aparato de propaganda: llevan a cabo su fechoría, un golpe de estado contra el país (incluso contra sus propios votantes, que son los primeros consumidores de esos canales y emisoras que han manipulado hasta el asco), tras haber arrasado el territorio con sus planes urbanísticos, con su desidia (el año pasado se quemaron sesenta mil hectáreas de bosque), y haberse fundido los ahorros de la población (incluida una burguesía que no sé cómo los soporta). Han liquidado la banca valenciana, el paro roza el treinta por ciento… El experimento de hacer desaparecer las señas de identidad de un pueblo se lleva a cabo aquí en Valencia, porque es el eslabón más débil entre las comunidades que tienen idioma y cultura propios. El próximo caído –si pueden- será Galicia. Esta comunidad, sin un sistema público de comunicaciones, desaparece del mapa. Lo del cierre de la radio y la televisión valencianas para mí ha sido la gota que ha colmado el vaso. La lengua y la cultura propias era lo único que les faltaba por arrasar en la política de exterminio de estos chulos encorbatados. Deseo con todas mis fuerzas ver a estos tipos rodando envueltos en llamas hasta lo más hondo del infierno y quiero contribuir a que su caída se produzca cuanto antes. Me consuela que, en esta ocasión, parece que, por primera vez, hay cierto movimiento de respuesta en la sociedad civil, al margen de los enredos de los partidos. Imagino que no durará mucho: contaminarán el movimiento, lo devaluarán y, si te descuidas, dentro de año y medio, cuando lleguen las siguientes elecciones, todo se habrá olvidado. Eso es lo que calcula esta banda destructiva que nos gobierna.
Oye, la última vez hablamos de Gregorio Morán y veo que lo has citado en el libro. Aunque la frase que citas es en realidad de Agustín Moreno…
Sí, Gregorio Morán sale por ahí escondido en el texto de En la orilla. ¿Y dices que no es de él la frase que le atribuyo? Yo juraría que la tomé de un artículo suyo y creo que hasta podría buscar el cuaderno dónde la anoté si me pusiera a ello, pero igual fue de un texto de Agustín Moreno, a quien en ese caso pido perdón: soy muy despistado -y aún más desordenado- y no es raro que me ocurran esas cosas. Decir que el Pilar está en Zamora en vez de en Zaragoza porque las dos empiezan por z. En este caso, te digo que a los dos los quiero mucho y de los dos aprendo mucho, Gregorio es más tempestuoso, es más como soy yo mismo, y Agustín es más como me gustaría ser, tan sereno: una razonable bahía en calma.
Rafael Chirbes es escritor. Su última novela es En la orilla. Ángel Ferrero es miembro del comité de redacción de Sin Permiso.