Ayer me hice monárquico de toda la vida
Me ocurrió ayer, señor doctor. Delante de la tele. De repente y sin mediar fiebres ni calenturas, me hice monárquico de toda la vida. Ya solo me apetece matar elefantes y osos borrachos y detener extraños golpes de estado con un discursillo. Creo que es grave. No sé si está esto en su mano, pero yo preferiría cambiar mi patología por cualquier otra enfermedad incurable y fulminante. Pues esto de hacerse monárquico de toda la vida no solo te enfurcia el futuro, sino que te deja sin un pasado razonable. Muérame usted de otra cosa, señor doctor, que estoy que me aflijo y me aflojo. Supongo que es lo que ustedes llaman una enfermedad coronaria. Que me lleve ya.
¿Que cómo empezó? Anda usted tonto, señor doctor. Preocúpese menos de las bacterias y más de la tele. Empezó anoche. Zapeando. ¿Sabe usted lo que es zapear? Saltar de estupidez en estupidez hasta lograr la paz lobotómica. Y entonces lo vi a él: a Jesús Hermida. Y después al otro él: a don Juan Carlos I de Borbón y dos Sicilias. Conversando. Y entonces dijo mi rey: “Aun nos falta por conseguir una España más igualitaria”. A él, a quien yo hasta ahora acusaba de haber contribuido solo a crear una España más igualita (a la de Franco) que igualitaria, le escuché la dicha frase. Y solté una carcajada feliz. Y, desde entonces, con cariño, le llamo a mi Juanito Su Graciosa Majestad. Porque es gracioso. Porque me hace reír. Pero aun mi enfermedad estaba en fase incubacionista, y malicié, aunque solo un poco, que un rey que desea ser igualitario lo que no quiere es ser rey. Lo que quiere es ser igual. O sea que nos hacen a todos reyes o al rey le nombran parado, porque en esta España ya no queda casi término medio.
Después, entre sus logros, apuntó mi Juanito el irrefutable hecho de que “hemos ganado la libertad y el bienestar de los españoles”. Cierto es, alegarán los recalcitrantes, que pocas horas antes de esta encantadora entrevista de contrastado rigor periodístico, dos hombres se habían quemado a lo bonzo en Málaga. Hay gente que encuentra el bienestar quemándose a lo bonzo, sobre todo ahora en invierno con el frío. Y además estaban disfrutando de su libertad para no vivir.
En un gesto de elegancia profesional que le honra, Jesús Hermida no preguntó a Juan Carlos por las imputaciones contra Iñaki Urdangarin. Entre caballeros nunca se habla de embutidos, salvo para pronunciar algún que otro chiste presuntuoso y soez. Los chorizos que se le sirven a la realeza y al resto del pueblo igualitario son exquisitos, pero no por ello más importantes que, por ejemplo, la invertebrable unidad de España. De la que sí que hay que hablar. ¡Cómo preocupa la unidad de España a los seis millones de parados! En las colas del INEM, que habitualmente frecuento después de escribir este tipo de columnas, no se habla de otra cosa.
Pero cuando mi monarquismo de toda la vida alcanzó su fase aguda e irreversible, cuando los sarpullidos invadieron mi epidermis en forma de coronas y de caritas de Franco, fue cuando el rey nos tranquilizó asegurando que su hijo Felipe es un fulano de “una gran honestidad intelectual”. No anduvo presumiendo de que fuera muy listo. Ni de que sea muy honesto. Combinó las dos cosas. No dijo “altura intelectual”, ni “honestidad manifiesta”. No. Dijo “honestidad intelectual”. Hitler, por ejemplo, también poseía una enorme honestidad intelectual: era absolutamente honesto a la hora de vindicar sus ideas o creencias. Stalin, igual.
A mí esto de la honestidad intelectual del príncipe me da, por tanto, entera confianza. Y por eso ayer me hice monárquico de toda la vida, señor doctor.
No entiendo…
¿Qué me está diciendo de lo de un euro por receta?
¡Suélteme la cartera, señor doctor!
¿Es que no sabe con quién está usted hablando?
¡Yo soy monárquico de toda la vida!