Necesitamos en las nuevas generaciones el sentido histórico de nuestro pasado común.
Con Calibán y la bruja, Federici se propone “revivir entre las generaciones jóvenes la memoria de una larga historia de resistencia que hoy corre el peligro de ser borrada”.Nos hallamos ante una obra fundamental para comprender una parte decisiva de la historia de Europa occidental: los siglos anteriores y posteriores a la implantación del capitalismo y el inicio de la expansión oceánica y la conquista de América. Federici se centra en las formas de resistencia populares a estos proyectos, uno de cuyos episodios más sangrientos fue la caza de brujas, fenómeno que la mayoría de historiadores ha silenciado y al que las feministas sí han prestado atención. Pero más allá de los datos, esta obra nos ha suscitado un interés especial por las aportaciones que hace a un modelo de análisis no-androcéntrico, cuestión que debería ser objeto de un debate.
En el Capítulo I (El mundo entero necesita una sacudida. Los movimientos sociales y la crisis política en la Europa medieval), Federici plantea que, para comprender el papel que jugaron las mujeres en la crisis del feudalismo, y los motivos que llevaron a la persecución de las brujas durante tres siglos, hay que examinar las luchas que libró el proletariado medieval contra el poder feudal; por tanto, tener en cuenta además de los terrenos clásicos de la lucha de clases, la transformación de las relaciones de género.
¿Por qué las acciones del proletariado medieval para “poner el mundo patas arriba” no condujeron a una alternativa al feudalismo y al capitalismo?, se pregunta la autora.
La respuesta le lleva al desarrollo de la servidumbre en Europa en los siglos V y VI, y a las herejías y los conflictos del campesinado contra los terratenientes en la Edad Media.
Se convocó a Cruzadas contra los herejes y para liberar la Tierra Santa de los “infieles”, y el Papa creó la Santa Inquisición. El colapso demográfico de la Peste Negra puso las jerarquías sociales patas arriba. Pero a finales del siglo XV se inició una contrarrevolución que degradó a todas las mujeres, cualquiera que fuera su clase, insensibilizó a la población frente a la violencia contra las mujeres y preparó el terreno para la caza de brujas.
El Capítulo II (La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres. La construcción de la “diferencia” en la “transición al capitalismo”) nos parece fundamental, porque en él explica la autora los conceptos clave que utiliza.
El proceso revolucionario desarrollado a lo largo de la Edad Media llegó a su fin, dice, con la implantación del capitalismo como respuesta a la crisis del poder feudal, a la derrota de las revueltas campesinas que se agravaron con la caza de brujas, y a la expansión colonial. En menos de tres siglos, la clase dominante europea lanzó una ofensiva que cambió la historia del planeta, estableciendo las bases del sistema capitalista mundial, en un intento sostenido de apropiarse de nuevas fuentes de riqueza, expandir su base económica y poner bajo su mando un mayor número de trabajadores.
La violencia fue el principal medio en este proceso de acumulación primitiva. Sostiene que “éste es el contexto histórico en el que se debe ubicar la historia de las mujeres y de la reproducción en la transición del feudalismo al capitalismo, en Europa y América”.
Y para argumentarlo, rastrea dos temas clásicos: la privatización de la tierra, iniciada en Europa a fines del siglo XV, coincidiendo con la expansión colonial; y la “revolución de los precios” atribuida a la llegada del oro y la plata de América. Pero esta explicación, añade, hay que completarla tratando las políticas que la clase capitalista introdujo con el fin de disciplinar, reproducir y ampliar al proletariado europeo, comenzando con el ataque que lanzó contra las mujeres que desembocó en un “nuevo orden patriarcal”, el “patriarcado del salario”, la “esclavitud del salario”.
La crisis de población de los siglos XVI y XVII convirtió la reproducción y el crecimiento poblacional en objeto de debate intelectual y asunto de Estado. Para regular la procreación, y quebrar su control por parte de las mujeres, se intensificó la persecución de las “brujas”, se demonizó cualquier forma de control de la natalidad y de sexualidad no-procreativa, y se impusieron penas severas a la anticoncepción, el aborto y el infanticidio. El resultado fue que se esclavizó a las mujeres a la procreación: “Sus úteros se transformaron en territorio político controlado por los hombres y el Estado: la procreación fue directamente puesta al servicio de la acumulación capitalista”. La desposesión de la tierra y la devaluación del trabajo asalariado femenino condujo también a la masificación de la prostitución, tolerada en la Edad Media pero, desde el siglo XVI, sujeta a nuevas restricciones y criminalizada. Se formó, así, dice, una “nueva división sexual del trabajo”, un “nuevo contrato sexual” que definía a las mujeres –madres, esposas, hijas, viudas – en términos que ocultaban su condición de trabajadoras, y daba a los hombres libre acceso a sus cuerpos, a su trabajo y a los cuerpos y el trabajo de sus hijos. En esta “nueva organización del trabajo”, subraya, “todas las mujeres (excepto las que habían sido privatizadas por los hombres burgueses) se convirtieron en bien común”. Esta fue una derrota histórica para las mujeres. Para hacer cumplir la “apropiación primitiva” masculina del trabajo femenino, se construyó un “nuevo orden patriarcal” que redujo a las mujeres a la doble dependencia de sus empleadores y de los hombres. “Las mujeres mismas se convirtieron en bienes comunes”, ya que su trabajo fue definido como un recurso natural excluido de las relaciones de mercado. La familia, dice, comenzó a separarse de la esfera pública y se configuró en la institución más importante para la apropiación y el ocultamiento del trabajo de las mujeres: en la clase alta, la propiedad daba al marido poder sobre su esposa e hijos, mientras que la exclusión de las mujeres del salario daba a los trabajadores un poder similar sobre sus mujeres. Hubo consenso, más allá de las divisiones religiosas y culturales, y desde finales del siglo XVII surgió un “nuevo modelo de feminidad”: la mujer y esposa ideal, casta, pasiva, obediente, ahorrativa, de pocas palabras y siempre ocupada con sus tareas, valorizada por el “instinto materno”.
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