Prebendas y privilegios en tiempos de crisis
“Por culpa vuestra y por vuestra inhumanidad han venido a parar a la Iglesia campos, casas, alquileres de viviendas, carros, mulos y muleros y todo un tren de semejantes cosas. Todo este tesoro de la Iglesia debiera de estar en vuestro poder, y vuestra buena voluntad debiera ser su mejor renta… De ahí que nosotros no podamos abrir la boca, ya que la Iglesia de Dios no se diferencia en nada de los hombres del mundo… Nuestros obispos andan más metidos en preocupaciones que los tutores, los administradores y los tenderos. Su única preocupación debieran ser vuestras almas y vuestros intereses, y ahora se rompen la cabeza por los mismos asuntos que los recaudadores, los agentes del fisco, los contadores y los despenseros”.
No, no es este un texto escrito por los teólogos y las teólogas de la liberación de América Latina, ni una declaración de las comunidades de base, que defiendan la vuelta a la puesta en común de los bienes de los orígenes del cristianismo, ni un documento de cristianos y cristianas indignados por la crisis económica. Es un sermón pronunciado por san Juan Crisóstomo (=boca de oro), patriarca de Constantinopla, hace 16 siglos, en una época en la que la situación de extrema pobreza de la mayoría de los habitantes de la ciudad contrastaba con la ingente acumulación de bienes de la Iglesia. Juan Crisóstomo atribuía esta situación a la inhumanidad de los eclesiásticos y a la indiferencia irresponsable de los cristianos más pudientes.
La postura del obispo de Constantinopla choca con la de no pocos eclesiásticos –obispos y sacerdotes-, que acumulan “campos, casas, alquileres de viviendas…”, tienen miles de bienes registrados a nombre de la Iglesia católica, inmatriculan edificios que pertenecen al pueblo, invierten en bolsa, se niegan a pagar el IBI, se resisten a renunciar a las exenciones fiscales, y defienden con uñas y dientes sus privilegios, concedidos durante la dictadura por legitimar el golpe militar contra la República y el régimen de Franco, mantenidos, e incluso incrementados, por los diferentes gobiernos de la democracia. Y los defienden alegando que son derechos de Dios y de la Iglesia.
La Iglesia católica no ha renunciado a ninguno de sus privilegios. Es, además, la única religión que cuenta con unos ingresos procedentes de las arcas del Estado recaudados por la vía fácil y segura de la declaración de la renta, teniendo al Estado como fiel y sumiso recaudador. Ella es hoy en España una de las instituciones con mayor número de propiedades, exentas de tributación, con el añadido de que de muchas de ellas extrae una pingüe rentabilidad.
La mayoría de los obispos se muestra contraria al pago del IBI alegando razones, muchas de ellas falaces. Dicen que tampoco lo pagan los partidos políticos y los sindicatos, cuando sí lo hacen. Apelan a la Ley de Mecenazgo aprobada en diciembre de 2002 que recoge la exención. Consideran su impago un incentivo fiscal lógico para las instituciones que trabajan por el bien común. Apelan al Acuerdo para Asuntos Económicos entre la Santa Sede y el Estado Español, de rango internacional, cuando dicho Acuerdo es preconstitucional y, según no pocos juristas, inconstitucional. Dicen que su pago detraería el destino de sumas ingentes a Cáritas, cuando lo que destinan a Cáritas es un porcentaje mínimo.
Lo que está demostrando la Conferencia Episcopal Española con esta actitud es que vive instalada en una situación de privilegio impropia de un Estado no confesional, contraria a la Iglesia de los pobres y cada vez más alejada del proyecto liberador de Jesús de Nazaret. Y eso constituye una contradicción en toda regla, detrás de la que se oculta una insolidaridad nada evangélica. Es todo lo contrario a lo que expresara el Concilio Vaticano II al comienzo de la Constitución sobre la Iglesia en el Mundo Actual: “Los gozos y las esperanzas, las alegrías y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son también gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”.
Pero si irresponsable es la jerarquía católica al incumplir sus deberes cívicos en un Estado de derecho y seguir disfrutando de los favores del poder mientras este expolia al pueblo, más irresponsables son los políticos del Partido Popular que gobiernan en las instituciones estatales, municipales y autonómicas, y se muestran contrarios a cobrar a la Iglesia católica el IBI, que pagan todos los españoles propietarios de inmuebles. ¿A quién sirven estos políticos: a Dios o al César, a Iglesia católica o a los intereses del pueblo? ¿A quién son fieles: al erario público o a una institución religiosa? ¿Por qué criterios se rigen: por sus creencias religiosas o por sus convicciones políticas? Vuelve la alianza entre el trono y el altar, entre el conservadurismo político y el oportunismo religioso. La historia se repite, pero con tonos cada vez más nacionalcatólicos, como, parece, demostrará la futura Ley de Educación, negociada previamente con los obispos.
Autor: Juan José Tamayo, director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones, de la Universidad Carlos III de Madrid. Su último libro es Invitación a la utopía (Trotta, 2012). Fuente, El País